Islas Cíes, una cita en el paraíso

Este relato pertenece a un tiempo en el cual uno podía llegar a las islas Cíes sin cita previa. Un tiempo en el que los niños no veíamos el móvil por la mañana porque todavía era cosa de marcianos, nos divertíamos toda la tarde jugando al fútbol en la playa y era de día hasta pasadas las diez de la noche en el muelle de Campelo. Este relato, por tanto, es el relato de cuando teníamos trece años y el amor era similar a tantear una pared a medianoche, cuando te levantas con ganas de ir al baño buscando el interruptor de la luz que nunca encuentras. Aunque lo cierto es que comenzábamos a estar cada vez más cerca.
Pocas pocas cosas más misteriosas en esta vida que enamorarse. Pero enamorarse de verdad, hasta el punto de ser abducido por un sentimiento que nos hace todavía más idiotas si cabe, pero también mucho mejores de lo que soñaríamos ser jamás.
En el ’96 fuimos de excursión con el colegio al parque nacional de las Islas Cíes. Los romanos, siempre tan elocuentes, las llamaban islas de los dioses. Los gallegos, siempre tan pragmáticos, las llamamos El Caribe.
Recuerdo que nuestro barco se movía como Fred Aster por la ría de Vigo, pero logramos llegar a nuestro destino con todo el desayuno en el estómago. Seguimos un sendero de eucaliptos nada más salir del puerto, y tras unos minutos de caminata, llegamos a la playa de Rodas. Ante nosotros se extendía una playa de arena blanca, bañada por aguas suaves, cristalinas y sí, congeladas (aquello seguía siendo Galicia).
Aunque la playa nos impresionó por estar casi desierta. Por aquel entonces, seguía siendo un pequeño escondite para las familias viguesas, los colegios de la comarca y algún hippie que llegaba tarde a la fiesta. Hoy en día, las Islas Cíes se mueren de éxito: hay que levantar un ejército de británicos para poder ver la arena. Recuerdo que Rosendo, hace unos años, al ser cuestionado por una posible reunión de Leño, argumentó: ”Leño sale hoy al escenario y la estampa que damos es lamentable. No quiero cargarme el recuerdo de la gente”. Quizá por eso tampoco volví a las Islas Cíes. Y quizá nunca lo haga.

Aquella mañana, después del baño, unos cuantos nos aventuramos a ir al faro, situado a 7 km de distancia. En el grupo también estaba la única chica a la que veía por el retrovisor. Las islas están deshabitadas, no hay carreteras ni vehículos, así que la caminata hizo que todos nos sintiésemos como si aquello nos perteneciese, como si fuese nuestro particular patio de recreo, agreste y virgen. Merece la pena detenerse antes de llegar en la Pedra da Campá, una piedra agujereada por la que se cuela el sol al atardecer. Antes de llegar, podemos acercarnos hasta el castro de As Hortas. Aquí se encuentran los restos de un poblado de la Edad de Bronce. Retomando el camino principal, la ruta serpentea hacia la cima. Probablemente, el zigzag más fotografiado de Galicia.
Cuando mis amigos emprendieron el camino de vuelta, ella y yo nos quedamos allí, mirando el mar y la costa, aparentando toda la tranquilidad y madurez de la que ambos carecíamos. La ría de Vigo se ve espectacular desde allí arriba. Pero no sabía qué decir. Tampoco como actuar. Nunca había estado a solas con una chica. Aunque al mismo tiempo, de forma incomprensible, sabía que no existía otro lugar en el que quisiese estar. Ni tampoco otra persona con quien quisiese quedarme mudo. Solo con ella.
Al día siguiente fuimos la comidilla del recreo. Muchas preguntas para las que mi única respuesta era encogerme de hombros. Aquella chica abrió un mundo nuevo en mi interior, pero lo cierto es que nunca pasó nada. Solo quería irme a casa y ponerme a pensar en todas las cosas que podría decirle, pero que no dije jamás. Aquel curso, al terminar el colegio, nuestros caminos siguieron direcciones opuestas. Pasaron muchos veranos hasta que volví a saber de ella. Eran otros tiempos.
Estaba con unos amigos en un local de Pontevedra, y la vi entrar. Había tenido ya relaciones más o menos serias desde aquella tarde en las Islas Cíes, pero me quedé pasmado. Tras el susto, me levanté y fui a saludarla. Recordamos viejos tiempos y nos pusimos al corriente de los nuevos. Y, aunque ya habían pasado diez años desde nuestra cita muda en el faro, en ese instante lo único que quería era irme a casa y pensar en todas las cosas que podría decirle, pero que no dije jamás.
Y eso hice.
P.D: ¿Habéis visto ‘Annie Hall’, de Woody Allen? Termina de la siguiente manera:
… Después se nos hizo tarde; los dos nos teníamos que marchar. Pero fue magnífico volver a ver a Annie. Me di cuenta de lo maravillosa que era y de lo divertido que era tratarla. Y recordé aquel viejo chiste, aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice:
– Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina.
Y el doctor responde:
– ¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?
Y el tipo le dice:
– Lo haría pero… necesito los huevos.
”Pues eso más o menos es lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿saben? Son totalmente irracionales, locas y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”.
He viajado hasta este pedazo de tierra que es Galizia a través de tu relato y de nuevo han aparecido las ganas locas de volver porque la conozco bastante y me atrae. Ahora mismo me imagino una puesta de sol en la Playa de Rodas, pero en tu tiempo y sin levantar británicos de la arena. Pero me conformo con la ilusión que me ha hecho conocer ese lugar a través tuyo. Espero más relatos. Boa tarde, viaxeiro.
La fama de Rodas es un incordio para los nostálgicos, pero A Galicia hay que volver siempre Elvira, con o sin británicos 🙂